viernes, 6 de febrero de 2009

Un rayo democrático que no cesa



x Jordi Borja, geógrafo y urbanista (DIAGONAL)
Hace un año, una exposición en Barcelona sobre la Transición tuvo el acierto de presentar una cara oculta del proceso a la democracia: el cambio social y cultural que se produce desde los ‘60, la crítica intelectual, la emergencia de un nuevo sindicalismo, las transformaciones de la familia y de los valores patriarcales, etc. La política de los líderes y de los partidos no era esta vez la protagonista. Pero sorprendía la ausencia de los movimientos ciudadanos, de la crítica del urbanismo en el sentido más amplio, de la reconquista del espacio público por parte de decenas de miles de ciudadanos anónimos. Y sin embargo, es imposible entender la Transición sin este vector, que no sólo fue uno de los motores del cambio político sino que impregnó las políticas públicas locales de la naciente democracia.
Es interesante observar los resultados de las primeras elecciones democráticas, las del 1 de marzo y 3 de abril de 1979. En las anteriores de 1977 pudieron presentarse los partidos, pero aún no existía el marco constitucional y fueron de facto constituyentes. En 1979 destaca el cambio que se produce en el voto urbano, sobre todo en las grandes y medianas ciudades. En un mes los partidos de izquierda, socialistas y comunistas, aumentan sus votos y conquistan la mayoría de las alcaldías importantes: Madrid y Barcelona y sus regiones metropolitanas, Sevilla, Valencia, Zaragoza, etc. Y cuando no es la izquierda son los partidos nacionalistas del antifranquismo, como en el País Vasco. Hay una evidente correlación entre los movimientos ciudadanos o populares y este voto.
Los nuevos gobiernos municipales heredan una situación compleja. Ayuntamientos endeudados, crisis económica, urgencias sociales y altas expectativas de la ciudadanía. La dialéctica que se instala entre estos gobiernos y las AA VV expresa cómo las demandas de éstas inciden en las políticas públicas nacientes.
Muchos ayuntamientos ejecutan planes urgentes en los barrios más deficitarios. Y lo hacen estableciendo un diálogo social con los interlocutores ciudadanos. En Madrid y Barcelona, y también en otras ciudades, se inician procesos de descentralización municipal y se implementan mecanismos participativos, reivindicaciones específicas del movimiento vecinal.
Se generan y animan los espacios públicos, la cultura sale a la calle, se crean equipamientos y se desarrollan políticas novedosas (hacia la mujer y los jóvenes, de generación de empleo, etc.) que recogen demandas ciudadanas. Pero se da una paradoja: los movimientos ciudadanos inciden decisivamente en las políticas municipales y, al mismo tiempo, el protagonismo que adquieren los ayuntamientos, a los que se incorporan bastantes activistas vecinales, seca la savia que vitalizaba al movimiento.
En los últimos diez años renace gradualmente el movimiento como fruto de dos procesos. Los gobiernos locales de los ‘90, y especialmente de los últimos años, ya no son herederos de la movilización por la democracia de los ‘70. Se burocratizan, se someten a las dinámicas del mercado, en muchos casos son recuperados por sectores conservadores, incluso se corrompen. Ya no son cómplices de los movimientos ciudadanos ni pretenden serlo. En el ámbito asociativo y movimentista se produce una renovación de activistas, se revitalizan bastantes asociaciones vecinales, se crean plataformas, aparecen colectivos informales juveniles, en algunos casos muy creativos, emerge por lo tanto una nueva dialéctica conflictiva en la vida urbana.
El otro proceso es la agravación de problemas resultante de las formas que toma el desarrollo urbano de las últimas décadas: la especulación inmobiliaria genera un fuerte déficit de vivienda para los sectores populares y los jóvenes, aumenta la segregación social, el crecimiento metropolitano crea verdaderos guetos, el despilfarro energético y de suelo provoca reacciones ambientalistas, la corrupción deslegitima a bastantes gobiernos locales, desde el conservadurismo se excita el miedo y la inseguridad subjetiva que abre un nuevo tipo de conflicto de carácter excluyente.
El nuevo movimiento encuentra un nuevo concepto unificante: el derecho a la ciudad, entendida como lugar de convivencia y tolerancia, de diversidad e igualdad, lugar de la ciudadanía, con capacidad de integrar a sus habitantes y de proporcionar elementos de sentido a la vida cotidiana. Y en muchos casos los gobiernos locales están cada vez más lejos de las aspiraciones ciudadanas.


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